No soy muy fanático del futbol, de hecho me cae gordo, es el
equivalente masculino de las telenovelas. A sabiendas de mi postura
antifutbolista, un buen amigo me invitó a un restaurante para ver el partido de
Holanda contra la gloriosa selección nacional mexicana, que se jugaban el pase a
los octavos de final en el mundial de Brasil 2014.
Le dije a mi amigo “A que vamos,
si van a perder. Esos maletas se gastan el dinero que pago de impuestos en puras
derrotas, tienen décadas intentándolo y no pueden. Es un auténtico desperdicio
de tiempo y dinero”; pero mi amigo contestó: “Yo voy a pagar las botanas y las
cervezas”. No pos así si voy.
La mera verdad fue hilarante ver
al 90% de los comensales con playeras de la selección mexicana de futbol,
matracas, banderitas tricolor pintadas en el cachete o genuinos lábaros patrios
que refrendaban la educación cívica mexicana en medio de alcohol y guacamole. Los
comensales cantaron el himno nacional con sentimiento genuino; como diría
Carlos Monsiváis: “¿Qué es un mundial de futbol sino la enésima guerra mundial?”
Pos el partido transcurrió entre tostadas
de cebiche, porras fervorosas de apoyo a nuestros delegados futboleros en Brasil, cueritos, cervezas que estaban al 2 X 1 porque era la
forma en que el dueño del restaurante apoyaba al equipo tricolor, y por
supuesto que la gente del restaurante también coreaba el vergonzoso grito que
ahora tiene patente mexicana ¡Eeeeeeeeeeh Puto! Monsiváis nuevamente me volvió
a susurrar al oído:
Fundidos en una sola voluntad, los fanáticos (que, por
serlo, resultan los patriotas) apoyan al equipo con trofeos de la garganta,
ademanes nerviosos, monólogos de intensidad variable, chiflidos, olas, porras,
órdenes fulminantes (“¡Mete gol, pendejo”). Cada espectador – que por serlo es
un experto – prodiga y niega reconocimientos, se queja del nivel del juego y lo
juzga maravilloso, levanta en señal de triunfo el pulgar y le mienta la madre
al infinito. En los segundos muertos adoctrina partidistamente a su vecino, a
su compadre, a su mujer, a sus hijos, a la multitud.
Después del béisbol, el futbol es
el deporte más aburrido del mundo. Mientras encontraba otra distracción
desviando la mirada de la tele hacia las piernas de nuestra vecina de mesa, de
repente todo el restaurante se estremeció, y Carlos Monsiváis me avisó:
El enemigo se acerca a nuestra meta y está en peligro la
Patria, no diré que literalmente, no diré que alegóricamente. Los nuestros se
aproximan a la meta enemiga y la Patria avanza, sin constituciones pero con
locutores, sin tradiciones muy antiguas pero seguida de un consenso abrumador. ¡GOOOOOOL!
La locura total en el restaurante
VIP en el que me encontraba: los chav@s fresas se subieron a las sillas aventándose sobre sus compañer@s de juerga, las servilletas volaron por los aires, los
padres alzaron a sus bebes en lo alto como si estuvieran ofrendándolos a la TV,
toda la gente pidió otra ronda más de cheve, y un par de señores ya borrachos
salieron a la calle para ondear la bandera mexicana, con el propósito de que
los conductores que transitaban por el boulevard también supieran la buena
nueva: México 1 – Holanda 0. Nuevamente Monsiváis arremete mis recuerdos: Yo
soy mexicano, por tanto me corresponde ser irresponsable, suicida, desobligado,
macho hasta la multiplicación de mis mujeres, tan valeroso como mi vocación de
impunidad.
Minutos antes de que se cumpliera
el tiempo reglamentario de 90 minutos de partido, los comensales-futboleros se
felicitaban por ser mexicanos triunfadores y porque les demostramos a esos
holandeses de pacotilla que somos bien chiludos; mi amigo estaba a punto de
pedir una cubeta de cervezas para festejar el triunfo tricolor y de repente
¡Gol de Holanda!. Los mariachis callaron, el júbilo mexica desapareció y la
gente no tuvo chance de asimilar el golpe, porque unos minutos después se marcó
el penal que no fue penal en contra de México, y el equipo tricolor por enésima vez se quedó
fuera del mundial. El relajo restaurantero se convirtió en silencio sepulcral.
En lugar de las cervezas mi camarada pidió la cuenta, caminó desolado hacia el carro (casi al borde del
llanto) y mientras conducía, pronuncié en su cara la sentencia obligada: ¡TE LO DIJE!, y
Carlos Monsivás me secundó:
En el pasillo, alguien insiste en el “complejo de
inferioridad” del mexicano. ¿No se han fijado que retrocede siempre a las
puertas de la victoria, Hidalgo en el monte de las cruces, el boxeador
proletario en el último round, la selección ante la portería enemiga?
Algunas
mujeres lloran. Parejas de jóvenes se abrazan desconsolados. Un adolescente
gime sin subterfugios. Un señor lo alienta: “¡Ánimo! El país no se ha acabado”
(¿Cómo sabe?).
Amén.
P.D. Todas las citas de Carlos Monsiváis las extraje de su
escrito denominado ¡¡¡Goool!!! Somos el desmadre, que fue escrito con motivo
del mundial de México 86 (y sus postulados siguen tan vigentes como entonces).
Lo pueden encontrar en el libro Entrada libre. Crónicas de la sociedad que se
organiza, editorial Era.